Extraido de http://www.phe.es/blogsandisk/
Jose Ballesteros López. Luthier
Por su ubicación, su local está situado en la cuesta Gomérez que va a dar a la Alhambra, está acostumbrado a que por él pase gente, cámara en mano, dispuestos a robarle una foto, por esta misma razón las fotos ya no le gustan.
Jose hace unas ocho guitarras al año y afirma que ya son demasiadas. En su taller suena la radio de fondo mientras él busca un molde, lija una pieza o charla con algún amigo que le ha hecho una visita. Tiene sesenta y siete años y aún no se ha jubilado.
Su madre fue la primera en abrir un taller de guitarras, las suyas y las de Jose han sido tocadas por las figuras más grandes del flamenco. Mientras busca un cassete entre los cajones Jose me habla de sus mejores años, “cuando pegamos un pelotazo en la radio con un grupo que teníamos y nos fuimos a Bilbao”.
Mientras su salud se lo permita Jose seguirá abriendo su taller cada mañana y realizando con esmero, paciencia y mucho arte, guitarras únicas, que “hacen sonar al alma”.
Jose Fermín López y Jose Antonio López.
Esta zapatería familiar lleva más de cincuenta años reparando calzado en Granada. Jose Antonio aprendió el oficio de su padre, Jose Fermín. Está jubilado pero son muchas las tardes que aún pasa por allí para echarle una mano al hijo.
“Antes había más trabajo, pero aún seguimos haciendo muchas cosas, sobre todo los tacones de los zapatos de las mujeres que se desgastan mucho” me cuenta Jose Fermín mientras repara un zapato gastado. Además este negocio ha sabido adaptarse a los tiempo. Hoy la tienda de Jose Antonio situada en la calle Trinidad también hace copias de llaves y vende toda clase de artículos para el calzado. Seguro que hubo tiempos mejores pero Jose Antonio aún no echa la persiana.
Carlos Linares Carrión.
Desde su taller en la calle Puentezuelas me cuenta que lleva reparando toda clase de cachivaches más de cincuenta años, “cuando merecía la pena arreglar las cosas y estaban construidas con cuatro piezas, hoy sale más barato comprar una nueva, y además no hay manera de meterles mano”, comenta.
Su taller respira ya orgullosa decadencia, el cartel de “se traspasa” del escaparate anuncia un final precipitado, son pocas las herramientas que aún conserva y las aspiradoras, secadoras y planchas que esperan ser reparadas descansan amontonadas encima de la mesa. “Antes aquí tenía de todo, una mesa en condiciones para trabajar, mucha más herramienta, hoy estoy esperando que me den un buen dinero por lo poco que me queda”.
Carlos conoce todo los oficios de Granada, o por lo menos los conocía porque muchos de los que me nombra ya están cerrados. Su taller es algo más que un lugar de trabajo, es un santuario de recuerdos que pasará a la historia cuando encuentre un comprador
Satrería Ruiz
Situada en la calle Reyes Católicos se encargaba de hacer los trajes para el ayuntamiento, pero el ayuntamiento paga mal y muy tarde. Por ésta y muchas otras razones en la fachada del establecimiento hace meses cuelga el cartel de “se alquila”. Llegué demasiado tarde…
Afuera lo nuevo, un poco más de plástico, cada vez un poco más de mentira.
P.D: gracias a todos ellos por abrirme las puertas de su hogar.
viernes, 2 de septiembre de 2011
TRABAJOS QUE SE PIERDEN
El tiempo no debería dejar pasar ciertas cosas. Las grandes obras creadas por las manos de un hombre. Oficios que han pasado de padres a hijos durante años y que ahora ya han perdido su árbol genealógico. Ya no quedan manos de hijos donde depositar todo un talento.
Hablo de oficios que pese a mi juventud he ido viendo como cerraban persianas. Oficios que ya no daban más de sí, inútiles ante las leyes del mercado, impotentes frente a los nuevos medios de producción.
Los que aún quedan conservan el halo del pasado, sus lugares de trabajo se convierten muchas veces en una extensión del hogar, en pequeños santuarios, con sus recuerdos, con sus fotos, con su polvo acumulado. Cada nueva persiana que se cierra de estos lugares esconde y olvida una sabiduría acumulada durantes siglos.
Antonio. Tapicero
Antonio lleva más de cincuenta años trabajando en un pequeño local de la calle Misericordia, en el centro de Granada, con voz nostálgica pero a la vez orgulloso de poder contarlo afirma que “en esta calle estábamos trabajando como yo cinco o seis, yo soy el más antiguo de esta zona y hoy sólo queda otro ahí enfrente”. A sus sesenta y seis años debería estar ya jubilado pero reconoce que después de haber estado trabajando toda su vida es muy poco lo que se le queda, y además afirma que “aquí echo la mañana, ¿dónde iba a estar mejor?”.
El suyo no es un trabajo fácil, “hay que cargarse el tresillo a la rodilla y pesa”. Rodeado de sus pocas pero imprescindibles herramientas, entre la que destaca su máquina de coser, una joya que le acompaña desde que empezó y que nunca le ha dejado tirado, “ya no se fabrican cosas como las de antes” afirma, mientras mueve con soltura un tresillo.
Antonio no sabe cuál será su último trabajo, lo que si tiene claro es que sus hijos no seguirán con el negocio, “esto no tiene futuro”, comenta.
Hablamos, charlamos, pero sobre todo observo y escucho.
Enrique Morillas Garrido. Restaurador.
Enrique trabaja en la calle Buen Suceso. En esta calle antaño estaban los mayores y mejores oficios de Granada. Hoy, o han desaparecido, o se han readaptado a las nuevos tiempos.
El taller de Enrique es como los de antes, en él se respira olor a madera y barniz, mientras en la radio suena música clásica. Enrique es ebanista, pero ha aprendido a hacer de todo, por eso ahora prefiere definirse como restaurador.
Lleva toda la vida trabajando en esto, “antes no se podía estudiar como ahora y el oficio me lo enseñó mi padre”. Mientras charlamos lija y restaura unos cajones “esto hoy cuesta más restaurarlo que comprarlo nuevo”, comenta.
Llevo ya un rato charlando con él, el tiempo ha pasado volando con la conversación, cuando miro al reloj para saber la hora, el reloj está parado, metáfora de un oficio que un día se detuvo.
Hablo de oficios que pese a mi juventud he ido viendo como cerraban persianas. Oficios que ya no daban más de sí, inútiles ante las leyes del mercado, impotentes frente a los nuevos medios de producción.
Los que aún quedan conservan el halo del pasado, sus lugares de trabajo se convierten muchas veces en una extensión del hogar, en pequeños santuarios, con sus recuerdos, con sus fotos, con su polvo acumulado. Cada nueva persiana que se cierra de estos lugares esconde y olvida una sabiduría acumulada durantes siglos.
Antonio. Tapicero
Antonio lleva más de cincuenta años trabajando en un pequeño local de la calle Misericordia, en el centro de Granada, con voz nostálgica pero a la vez orgulloso de poder contarlo afirma que “en esta calle estábamos trabajando como yo cinco o seis, yo soy el más antiguo de esta zona y hoy sólo queda otro ahí enfrente”. A sus sesenta y seis años debería estar ya jubilado pero reconoce que después de haber estado trabajando toda su vida es muy poco lo que se le queda, y además afirma que “aquí echo la mañana, ¿dónde iba a estar mejor?”.
El suyo no es un trabajo fácil, “hay que cargarse el tresillo a la rodilla y pesa”. Rodeado de sus pocas pero imprescindibles herramientas, entre la que destaca su máquina de coser, una joya que le acompaña desde que empezó y que nunca le ha dejado tirado, “ya no se fabrican cosas como las de antes” afirma, mientras mueve con soltura un tresillo.
Antonio no sabe cuál será su último trabajo, lo que si tiene claro es que sus hijos no seguirán con el negocio, “esto no tiene futuro”, comenta.
Hablamos, charlamos, pero sobre todo observo y escucho.
Enrique Morillas Garrido. Restaurador.
Enrique trabaja en la calle Buen Suceso. En esta calle antaño estaban los mayores y mejores oficios de Granada. Hoy, o han desaparecido, o se han readaptado a las nuevos tiempos.
El taller de Enrique es como los de antes, en él se respira olor a madera y barniz, mientras en la radio suena música clásica. Enrique es ebanista, pero ha aprendido a hacer de todo, por eso ahora prefiere definirse como restaurador.
Lleva toda la vida trabajando en esto, “antes no se podía estudiar como ahora y el oficio me lo enseñó mi padre”. Mientras charlamos lija y restaura unos cajones “esto hoy cuesta más restaurarlo que comprarlo nuevo”, comenta.
Llevo ya un rato charlando con él, el tiempo ha pasado volando con la conversación, cuando miro al reloj para saber la hora, el reloj está parado, metáfora de un oficio que un día se detuvo.
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